VIGENCIA DE MOSCARDÓ
Historiadores, militares, políticos, cineastas, en fin, todos escribieron o hablaron sobre la gesta del Alcázar de Toledo. Paradójicamente, del entonces coronel y luego teniente general Moscardó, héroe de la resistencia nacional, sólo se ha recordado su histórica y lacónica frase “Sin novedad en el Alcázar”, emitida al recibir las fuerzas liberadoras de Toledo, al mando del general Varela.
Hoy tendremos el privilegio de repasar la historia de un heroísmo que conmovió al mundo entero, desde la palabra misma de su principal protagonista. Para ello tomaremos la obra “General Moscardó (Sin novedad en el Alcázar)”, escrita por su ayudante, el comandante Benito Gómez Oliveros y corregida por el mismo Moscardó. El libro fue publicado en el año 1956, año de la muerte del Conde del Alcázar de Toledo.
LOS RELIGIOSOS DE TOLEDO Y EL ALCÁZAR
A pesar de ser Toledo una ciudad decididamente católica, poblada de iglesias, conventos y cofradías, no hubo un sólo religioso que haya querido internarse en el Alcázar, para asistir espiritualmente a quienes resistían a las hordas rojas cruz en mano. Así lo recuerda Moscardó:
“Nunca he entendido por qué algún o algunos sacerdotes o frailes de Toledo no vinieron con nosotros al Alcázar, sobre todo estando tan perseguidos… No sé si entre ellos hubo acuerdo, por alguna razón, falsa desde luego, de tipo moral. No sé. Creo que no subieron porque no quisieron, si bien es cierto que a nadie se avisó y en la guarnición ya se sabe que estaban suprimidos los capellanes castrenses”.
EL ASEDIO Y LA FAMILIA
Moscardó jamás pensó que el dejar a su familia fuera del Alcázar iba a marcar tan dolorosamente su vida.
“Fuera los creía seguros porque jamás pensé que seres tan inocentes sirvieran para tomar represalias”.
“Cuando llegó la hora real de encerrarse dentro del Alcázar, busqué a Luis, que andaba loco de contento entre todos, con un fusil al hombro. Había yo luchado mucho en mi interior antes de decidirme; pero urgían los minutos y yo necesitaba ser absolutamente dueño de mi mismo, sin otra preocupación. No recuerdo haberme puesto patético, ni siquiera a pesar de mi honda fe cristiana hice exteriormente una especial y particular ofrenda a Dios de aquel instante. Sencillamente llamé a mi hijo. Sus ojos brillaban exaltados y esto lo hacía todo más difícil; fueron quizás los más poderosos obstáculos que debí vencer.
“— Luis, hijo mío; tu madre está sola en Toledo. Ya sabes que Carmelo sólo tiene dieciséis años. Quiero que te vayas.
“— ¿Qué me vaya del Alcázar, papá?
“— No hay otro remedio.
“— Pero papá, ¿cómo puedes tú mandarme eso?
“— Te lo mando porque creo es lo mejor y lo más conveniente para vosotros y para mí. Os iréis a Madrid. Tenemos amigos que nos ampararán…
“Salió el chico sin replicar una sola palabra. Sólo Dios pudo valorar la honda amargura de aquel momento en su corazón y en el mío…”
El tormento lo persiguió hasta el último día: “¿Debí o no debí dejar a Luis en el Alcázar?”
El Diario de Operaciones del Comandante del Alcázar, escrito de puño y letra por Moscardó señala:
“Día 23 de julio. Jueves. A las cuatro y treinta un avión enemigo efectuó un reconocimiento sobre el Alcázar y alrededores. A las diez horas el Jefe de las Milicias llamó por teléfono al Comandante Militar notificándole que tenía en su poder un hijo suyo y que lo mandaría fusilar si antes de diez minutos no nos rendíamos, y para que viese que era verdad, se ponía el hijo al aparato, el cual, con gran tranquilidad, dijo a su padre que no ocurría nada, cambiándose entre padre e hijo frases de despedida de un gran patriotismo y fervor religioso. Al ponerse al habla el Comandante Militar con el Jefe de las Milicias, le dijo que podría ahorrarse los diez minutos de plazo que le había dado para el fusilamiento de su hijo, ya que de ninguna manera se rendiría el Alcázar…”
Tanta hombría de bien, tanto valor patriótico, tanto fervor religioso, hizo que el despiadado Jefe de las Milicias, inmediatamente de colgar el teléfono, tuviera un instante de desconcierto y expresara con sorpresa y admiración: “¿Qué clase de hombre es Moscardó? ¿Y qué clase de hombre es ese chico tan joven, tan alegre, que así acepta la muerte?”
SIN NOVEDAD EN EL ALCÁZAR
Moscardó refirió siempre a las enseñanzas de la escuela militar, en particular, tenía grabado que: “El oficial que reciba orden de mantener su puesto a toda costa, lo hará”. Preguntado quince años después si él dijo convencido que el Alcázar estaba “sin novedad”, respondió:
“Así lo creo y así lo creí entonces. El Alcázar y yo no hicimos otra cosa que cumplir con el deber. Para la fortaleza y para el soldado era lo de menos la artillería, que apenas dejó piedra sobre piedra; los insomnios, el hambre, la suciedad, las minas y el hijo cuyo sacrificio fue inevitable… El Alcázar fue para mí y para todos los que se colocaron voluntariamente a mis órdenes, la ocasión única de dar hasta la vida por nuestro honor y el de España. Una vez en el Alcázar sólo importaba esto, y el que se volviese atrás tenía que considerarse cobarde y traidor”.
DE LA PEOR MANERA
Contra lo que es la creencia popular, Moscardó no supo, durante todo el asedio, la suerte seguida por su familia. Tampoco habrán querido agobiarlo con semejante noticia en el primer momento de la liberación. Fue luego de rezada la Misa en los sótanos del Alcázar y de distribuidas las órdenes que, el entonces coronel, se dirigió a establecer su puesto de mando en el Hotel Castilla:
“Al llegar a la mitad de la cuesta se me acercó un hombre desconocido y a quien luego nunca he querido conocer, me dio la enhorabuena por el triunfo del Alcázar y después, como gozándose en lo que pensaba decir, añadió: — Al mismo tiempo le doy a usted el pésame por el fusilamiento de su hijo Luis, que tuvo lugar en Toledo el día 23 de agosto. Me quedé como atontado al oírlo, porque, aunque eso fue lo que me dijo por teléfono el Jefe de milicias de Toledo, yo nunca creí que existiese tanta maldad en los hombres. No supe que responder; creo que entre dientes dije, más para mí que para nadie: «Pero ¿por qué? Él ¿qué culpa tenía?…» También —añadió— han fusilado a su hijo Pepe en Barcelona… El momento fue tan duro, tan cruel, que sentí mis piernas aflojarse como si no me pudieran sostener… Éste era el precio de mi gloria. Nunca podría sentir vanidad por algo que, siendo mío, habían pagado tan caro mis hijos”.
HUMILDAD
Si hubiese que definir a Moscardó, quizás podríamos decir que fue un gran español. No es poco título, pero tampoco suficiente. Moscardó fue grande y humilde a la vez, fue ocurrente, cariñoso y alegre (“me gustaba desfilar a los acordes de «La Giralda» u otro pasodoble cualquiera con tal que fuese muy alegre…”), hasta donde la pesada y dolorosa cruz que cargaba se lo permitía. Fue simple en sus gustos (“unos entremeses con buenos taquitos de jamón serrano”) y austero en sus pretensiones personales.
Esa humildad lo llevaba a decir “Cuando me muera no me vistáis con el uniforme de Teniente General, sería una mascarada. Envolvedme sencillamente en una sábana”. O cuando minimizaba su actuación personal en la gesta: “Lo del Alcázar, todo fue un milagro”.
Hay una anécdota que cuenta su asistente y que pinta de cuerpo entero la sencillez de Moscardó. Con frecuencia, el ya teniente general concurría a la Cripta del sótano del Alcázar a rezar por los que en él quedaron. En una de sus últimas visitas, próximo el fin de sus días, ingresó acompañado de sus dos ayudantes. El Alcázar era entonces punto de peregrinaje de turistas de todo el mundo, ávidos de recuerdos del épico enfrentamiento. La presencia de Moscardó conmocionó el lugar. Fue centro de atención de todas las miradas. Gritos acallados, lágrimas silenciosas: honor y respeto al héroe. Nada de esto percibió el general, al volver al auto un ayudante dijo:
“— De verdad que los extranjeros que estaban hoy en el Alcázar han tenido suerte. La alusión clarísima la entendía cualquiera, menos el General, que preguntó convencido:
“— ¿Por qué?
“— Porque… hace un sol espléndido en Toledo”.
Carlos García